El poder es la “capacidad relacional que permite a un actor social influir de forma asimétrica en las decisiones de otros actores sociales”[1] (siendo estos los distintos sujetos de una acción determinada).
La práctica urbanística española se ha asociado, indisolublemente en los últimos años, a la especulación inmobiliaria, quedando su objetivo del bien común contaminado de puro mercantilismo (Montaner y Muxí, 2011). De la disconformidad con este urbanismo de lo construido donde los procesos urbanos han estado históricamente en manos de “técnicos (quienes poseen los saberes científicos) y políticos (quienes toman las decisiones)”[2], nacen colectivos y movimientos sociales que apuestan por la mejora de nuestro paisaje urbano trabajando de abajo hacia arriba en la gestión del espacio público desde lo común y lo colaborativo. Estos movimientos ciudadanos, o micropoderes fuera de la esfera política, abren con sus experiencias y acciones urbanas una ruptura con las estructuras de poder tradicional; y ponen sobre la mesa el debate acerca de la toma de decisiones en procesos urbanos.
Para fomentar la cohesión y el compromiso social, y garantizar la continuidad tanto de estos procesos informales como de los generados por parte de administraciones locales, será fundamental que los primeros cuenten con el apoyo de las instituciones y los segundos con la participación de la ciudadanía. Se han de fomentar espacios de diálogo capaces de reunir “tanto a los habitantes de las ciudades como a los que las gestionan y diseñan”[3]. Los requisitos iniciales que deberán tener dichos espacios para la colaboración de los distintos agentes, serán:
– que las administraciones favorezcan el cambio en las estructuras de poder, siendo sensibles y atentas a los deseos locales, y teniendo en cuenta el contexto social, económico, cultural, etc., de cada momento. Deben integrar a los ciudadanos en los procesos urbanos, incorporando mecanismos políticos democratizados basados en la descentralización administrativa (Borja, 1988) y formando a sus técnicos en cuanto a procesos urbanos participativos; apostando por la planificación a distintas escalas, por lo local.
– que el área de “urbanismo colabore con aquellas otras áreas que se ocupen del bienestar ciudadano”[4], como pueden ser el área de Asuntos Sociales, Cultura, Patrimonio, Educación y Juventud, Medio Ambiente, etc.
Para que un proceso participativo sea real, coherente, continuo y adecuado a su contexto, es necesario contar con todas las disciplinas involucradas en el proceso de hacer ciudad. Esto, además, asegura que será un proyecto completo del que todas las áreas de un municipio tendrán conocimiento, aportando cada una su visión, su experiencia y su campo de acción; eliminándose al mismo tiempo los problemas surgidos de la poca o nula coordinación entre concejalías.
– Evaluar en todo momento el proceso participativo por parte de los distintos agentes para mejorar en las siguientes etapas y lograr la innovación social requerida. Este proceso de evaluación y auto-reflexión también poseerá un “componente estructural educativo donde los participantes se capacitan, aprenden y se empoderan”[5].
En todo este proceso será fundamental incluir el uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC), ya que la actual “sociedad red depende de redes de comunicación que procesan conocimiento e ideas para crear y destruir la confianza, fuente decisiva de poder”[6]. Ésta, junto con las diversas dinámicas de participación, es una buena forma de democratizar los procesos de gestión urbana y promover la co-responsabilidad, ya que ofrece facilidades para la participación y la representatividad tanto individual como colectiva.
El interés por realizar procesos participativos en espacios públicos se debe a la importancia de estos como contexto utilizado para las expresiones colectivas, para la construcción de la identidad y el sentido de pertenencia (García Ballesteros, 1992). Es más, el hecho de llevar estos procesos a la ciudad histórica, significa establecer marcos de relación con nuestra memoria colectiva, pudiendo descubrir en el paisaje urbano histórico nuestro propio rastro (Reclus, 1866), nuestras vivencias tanto individuales como colectivas. La ciudad existe en la medida que es apropiada por sus habitantes (Borja, 2005), cuanto mayor sea esta apropiación mayor será la responsabilidad compartida respecto al cuidado, protección, conservación y desarrollo del paisaje urbano histórico. Desde el contacto, la sensibilización, la educación, la equidad, la diversidad de lo local y la participación ciudadana, se ha de transmitir que “una sociedad que ya no sea capaz de entender el significado de su paisaje es una sociedad que ha perdido el legado cultural y que no transmitirá ningún mensaje en este sentido a las futuras generaciones»[7].
Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo, Eduardo Galeano. (D.E.P.)
María Toro Martínez [Estudio Atope]
[[2]] MÁRQUEZ, M. (2014) Una metodología para pensar la ciudad. En R. Fernández Contreras, V. González Vera, N. Nebot Gómez de Salazar (coord.), Pensar La Ciudad. Nuevas herramientas de regeneración urbana (p.75). Málaga: Malakatón, propuestas urbanas para el peatón.
[[4]] SIERRA, I. (2015) Ciudades para las Personas (p.309) España: Díaz de Santos